RELATO ERÓTICO: BIENVENIDA A SU NUEVO HOGAR, PROFESORA

Cuando bajó del coche, una manta de niebla cubrió sus zapatos de tacón y sus piernas esbeltas, largas y cuidadas, cubiertas por unas finas medias de liguero. Solo se la vislumbraba de cintura para arriba. Llevaba un vestido azul oscuro de manga larga, de escote prudente y con una gran abertura que mostraba su espalda casi al completo. Provocaba cuidadosamente, como acostumbraba hacer con regularidad desde su puesto de trabajo.

Abrió la puerta trasera del vehículo y se hizo con el abrigo largo para protegerse del frío. Cerró el coche, se giró hacia la enorme cancela y cogió todo el aire que le fue posible. Nunca había sido miedosa, no comenzaría a serlo ahora. Anduvo unos pasos hasta tocar el frío metal del candado y comprobó que estaba abierto, tal y como le había indicado Nicolás.

Aquel alumno siempre le había parecido extraño, desde el primer día de clase, cuando se internó en el aula con pasos silenciosos y se colocó al final del todo, junto a la ventana. En las reuniones de profesores, todos sus compañeros hacían comentarios sobre aquel chico que no atendía en clase, no hacía deberes ni aprobaba exámenes, pero que tampoco daba problemas. Se decía que se pasaba la hora en otro lugar, contemplando lo que fuera que ocurriera en el exterior, y que su mirada siempre estaba puesta en aquella ventana. A Genoveva le extrañó el dato, pues, durante sus clases, el único objetivo de Nicolás parecía ser ella. Sabía que no le interesaban lo más mínimo sus enseñanzas matemáticas; los ojos claros de aquel joven se entretenían comiéndosela despacio y de manera pecaminosa, de arriba abajo, por delante y por detrás.

Ella luchaba por no distraerse mientras explicaba, pero una vez mandaba la tarea y se sentaba en su escritorio, se dejaba llevar por sus deseos más ocultos y fantaseaba con él. Imaginaba que el aula se vaciaba y solo se quedaba aquel joven de pelo negro como la noche, ojos claros como el cielo de día y cuerpo de revista. Fantaseaba con alguien que no hablaba y solo actuaba, acercándose lentamente pero con paso seguro hasta su escritorio, donde la subía de un movimiento para después agacharse, apartarle las bragas, perderse entre sus piernas y hacerla gozar. La profesora deseaba tirar de su pelo espeso mientras se retorcía de placer y gemía su nombre con cautela para no ser descubiertos.

Entonces volvía a la realidad de repente. Siempre era un grito, un objeto cayéndose, una alumna que la llamaba para que le aclarase una duda… Genoveva tragaba saliva, se recomponía del pensamiento y miraba al fondo de la clase, desde donde los ojos azules la contemplaban con intensidad y un halo de diversión. Era ridículo pensarlo, pero parecía que aquel chico podía leer su mente y sabía lo acababa de imaginar.

Ahora estaba allí, solo porque aquel universitario rarito le había dejado una nota sobre su escritorio antes de salir. En ella, la citaba a las doce en punto en el cementerio de la ciudad. Si había sucumbido a una petición tan espeluznante solo era por un motivo: a aquella nota la acompañaba una amenaza. La de contarle a todo el mundo esa afición suya de acostarse con sus alumnos, algo éticamente incorrecto que le costaría, sin duda, su puesto de trabajo. Bueno, puede que hubiera otro motivo más, pero en su fuero interno no estaba dispuesta a reconocer lo que le ponía la situación de encontrarse a solas con él y en un lugar tan macabro.

Escuchó el chirriar de la gran cancela y el repiqueteo de sus pies sobre el suelo firme una vez hubo cruzado el umbral. Ante ella, el camposanto se iluminaba gracias a la inmensa luna. Las tumbas eran cubiertas por la capa de niebla, pero conforme se adentraba, podía vislumbrarlas con más claridad. De todos modos, intentó no reparar en ellas más de lo debido.

No sabía con exactitud hacia dónde debía dirigirse, así que siguió caminando entre nichos.

—¿Nicolás? —preguntó a la nada, queriendo aparentar una entereza que no poseía en realidad. Se cerró un poco más el abrigo en un acto inconsciente por protegerse.

«Es solo un cementerio», se recordó. Siempre les había temido más a los vivos que a los muertos, pero, incluso así, sus piernas temblaban.

Una extraña sensación de calidez la envolvió de repente y la mujer se giró con premura, tanta que tropezó con el escalón que recubría una de las tumbas horizontales. Cuando ya se veía en el suelo, un cuerpo fuerte la sostuvo. Genoveva, respirando descompasadamente, alzó la mirada para encontrarse con aquellos ojos azules que la contemplaban divertidos y que habían aparecido de repente, tan sigilosos como su dueño.

Nicolás estaba muy cerca. La tenía sujeta por la cintura y su gran cuerpo se encontraba completamente pegado al de ella. Sus miradas se encontraron y él mostró una sonrisa canalla que aumentó un poco más el estado de nervios de su profesora de Matemáticas. En un vano intento por retomar la compostura, Genoveva carraspeó y se alejó de él.

—Ha venido —dijo el chico. Ella rio irónicamente para sus adentros al pensar que primero la obligaba a asistir y ahora le hablaba con formalismos.

—Qué remedio… —espetó ella, alisándose el abrigo y rompiendo el contacto visual—, me has chantajeado.

—¿Chantajeado? —Nicolás arrugó el entrecejo y dio un paso. Esta vez, la mujer no se movió. Era mayor que él, más experimentada y se sentía superior solo por ser su profesora. Así que mantuvo la firmeza de sus pies y de sus ojos—. Creía que deseaba este encuentro.

—¿Por qué iba a desearlo? —lo encaró.

—Porque me meto en su cabeza mientras estamos en clase y sé lo que realmente quiere.

Genoveva intentó que aquel comentario no le afectara. No era posible que supiera aquello. Además, ella no lo había hablado con nadie a quien pudiera habérsele escapado. Lo había deducido por su mirada, que cambiaba cuando se excitaba. Sí, debía ser eso. Muchos hombres le decían que sus ojos inocentes se transformaban cuando estaba caliente.

—¿Sí? Y, dime, chico listo, ¿qué es lo que quiero?

—A mí.

Nicolás acortó los pocos centímetros que los separaban y atacó su boca. Lo hizo con el ansia que aguardaba después de casi un curso entero y con las ganas que había acumulado clase tras clase, imaginando esos pezones que a veces se distinguían a través de la tela fina de sus blusas. Mordió su labio inferior y después lo lamió con paciencia para eliminar el dolor de sus colmillos ansiosos. Genoveva solo se dejó hacer. No tuvo otra opción. O sí, pero ni siquiera quería planteársela, porque la calidez de aquel cuerpo masculino le nublaba la noción y la boca que creyó inexperta la saboreaba con una intensidad que no había experimentado con hombres de su edad.

—Deliciosa —susurró al apartarse de ella unos centímetros para abrirle el abrigo y dejarlo resbalar de sus hombros hasta caer al suelo.

Después la giró por completo, como si supiera que toda la piel descubierta estaba en la espalda. Colocó los dedos en el cuello largo y apetecible y descendió con caricias hasta llegar al inicio del trasero.

Ella quería que sumergiera la mano y descubriera que no había tela que impidiera su tacto. No obstante, él ya lo sabía. Lo sabía todo de ella, de hecho. La había esperado mucho tiempo. Demasiado. Y ahora… Ahora podría ser suya, en todos los sentidos. Acercó los labios y dejó un reguero de besos y saliva ahí donde antes habían paseado sus dedos. Nicolás acabó agachado detrás de ella, a su merced. Llevó las manos hasta los tobillos de Genoveva y con firmeza subió despacio por sus piernas hasta encontrar su regalo. Tocó el sexo empapado y su polla palpitó de orgullo al saberse dueño de esa humedad. Metió la cabeza por debajo del vestido de vuelo y juntó sus labios con los de ella para disfrutarlos como ese caramelo que mamá no te dejaba abrir y que, finalmente, has abierto. La lamió con calma, simulando sobre su coño el mismo beso húmedo que antes había dejado en su boca, y después acrecentó el ritmo.

La profesora tuvo que sujetarse a los hombros del joven para no desfallecer. Ya no recordaba que estaba entre tumbas y niebla, en un lugar prohibido. Solo podía sentir la experta lengua de Nicolás que la hacía correrse sin parar. No parecía tener la experiencia de un chico de veinte años, no… Parecía que todos los hombres que había tenido entre sus piernas se habían fusionado para darle lo mejor de cada uno.

Sin dejarla prever su próximo movimiento, el chico salió de su falda, la giró con rapidez y se encajó en ella de una estocada.

«¿Cómo puede ser tan rápido?», pensó Genoveva. No le había dado tiempo de desabrocharse el pantalón siquiera, o al menos ella no lo había visto. Pero las duras y certeras estocadas que le estaba regalando hicieron que dejara las preguntas a un lado.

—Me gustaría lamerte —le pidió su profesora con palabras entrecortadas y cubiertas de gemidos.

—Tranquila, tendremos tiempo de disfrutarnos —le dijo él con ese toque de burla tan característico suyo. Ese que le hacía aparentar ser conocedor de todo.

Aceleró el ritmo de sus envites y la mujer chilló de placer mientras le pedía que no parara.

—No pares, por favor. No pares.

—No pararé nunca —gruñó él en su oído mientras apretaba las caderas para llegar al éxtasis también—. Nunca.

Se la folló con intensidad. Tanta, que a la mujer no le daba tiempo de recomponerse de un orgasmo cuando otro llegaba a ella y la hacía derrumbarse sobre sus piernas. Pero entonces él incrementaba el ritmo y el placer más inhumano volvía. Así, una y otra vez, hasta que salió de ella y se derramó sobre sus piernas, manchando sus medias y gimiendo con fuerza.

Genoveva, luchando por acompasar la respiración, se dio la vuelta y le sonrió, divertida y sujeta a la chaqueta de cuero del chico.

—No ha estado mal. Pero ha sido rápido, y ya te he dicho que me gustaría disfrutarte un poco más.

—Y yo le he dicho que tenemos mucho tiempo para ello. —Le sonrió y se recompuso la ropa.

—¿Qué te parece si continuamos en mi casa?

—Tu casa ahora es esta, Genoveva.

Nicolás extendió los brazos y le mostró el cementerio.

—¿Qué dices, loco? —le preguntó entre risas, pero algo desconcertada. De repente, el frío volvió a ella y la niebla le pareció más espesa. Sintió un miedo repentino y la necesidad de recuperar su abrigo.

Se soltó de la chaqueta de cuero y se dispuso a agacharse. Pero, entonces, Nicolás la miró fijamente y ella observó cómo abría la boca y mostraba dos enormes colmillos asimétricos que brillaron en la noche. Quiso gritar, pero no le dio tiempo. Él, veloz, con una rapidez sobrehumana, los clavó en el cuello largo y suave de la mujer que tanto había anhelado. Chupó de su sangre hasta el límite y, al terminar, la miró de nuevo a los ojos.

La última visión de la mujer fueron unos iris rojos, encendidos, y una boca llena de sangre; de su propia sangre.

Nicolás sonrió como tantas veces lo había hecho desde el final del aula y le partió el cuello de un rápido movimiento.

—Bienvenida a su nuevo hogar, profesora.