Relato erótico: Caperucita roja, el lobo y el leñador

Su madre jamás le habría permitido que cruzara el bosque. Fuera de día o de noche, sus caminos eran siniestros y peligrosos. Lobo estaba al acecho y, según decían, había cazadores que, aunque antaño parecían estar de tu parte, ahora ya no se sabía si en realidad se encontraban allí para salvarte o, como bien decía el nombre de su oficio, cazarte.  

Los tiempos habían cambiado y había que aceptarlo. O no. Las bestias cada vez tenían menos pelos, menos garras y más forma humana, o eso le decía su madre una y otra vez.

Caperucita escuchaba, o fingía hacerlo, y le prometía que tendría cuidado, que iría alerta y por los caminos transitados por otros animalillos. Siempre era obediente, y por eso su mamá confiaba en ella.

—Solo le llevaré la cesta a la abuela y volveré antes de que se haga de noche. Además, llevo el móvil en la mano, cualquier cosa que me resulte extraña…, solo tendré que pulsar y te llamo.

No es que a su madre le convencieran los argumentos, pero tampoco tenía muchas más opciones. Su pequeña Caperucita ya era una mujer y necesitaba más libertad. No podía pasarse el día metida allí, en el hogar, sola y aburrida.

Quien fue su niña pequeña con cara de porcelana, se había convertido en un cuerpo de metro sesenta y muchos, curvas exuberantes y pechos voluptuosos. Su rostro seguía siendo el de una muñeca, pero los labios gruesos y rojos como fresones dejaban claro que había madurado. Además, tenía una mirada clara, azul como el cielo despejado, que te obligaba a mirarla y te atrapaba una vez lo habías hecho. Si quería convencerte de algo, que cayeras en sus redes, lo conseguiría sin duda alguna.

Le entregó la cesta colmada de dulces recién salidos del horno y la dejó marchar.

—Cuidado con no quemarte. Cógela por el asa. Y no te comas ninguno, eh, que son para la abuela.

Caperucita asintió, obediente, besó a su madre con dulzura en la mejilla y salió.

Solo se había internado unos metros en el bosque cuando, sin apartar la caperuza de su cabeza, desató el nudo del cuello y dejó que la capa roja y larga se abriera. No le importaba que su madre insistiera en que siguiera poniéndosela, fabricando una tras otra conforme crecía. Era su disfraz de niña buena, su identidad, y en el fondo le gustaba. En el bosque, todos la conocían por esa prenda que le había otorgado su sobrenombre. Pero sí le molestaba que la cubriera tanto, desde la cabeza hasta los pies. Así que la abrió y permitió que se  exhibieran sus medias de liguero blancas, el tanga y el corsé del mismo color.

Sonrió pensando en el infarto que le daría a su madre si algún día descubría que no había más tela bajo esa capa que su sexy y cuidada ropa interior. Le gustaba gustar. Le encantaba provocar. Caminando sensual, a paso lento pero seguro, a través de los enrevesados caminos, veía cómo humanos y animales asomaban la cabeza, y la satisfacía el hecho. En el liguero, sin intención de ocultarla, llevaba una daga oscura y afilada. Quizá en su casa no eran conocedores, pero en el bosque todos sabían que la usaría sin dudar, hincándola en el pecho de quien se atreviera a ponerle una mano encima sin su consentimiento y girándola hasta hacerte crujir el corazón si era necesario. Sí, le gustaba provocar. Le encantaba ser mirada. Pero eso no le daba a nadie el derecho de ponerle una mano encima. Ella no dañaba con su seducción, pues que nadie se lo hicieran a ella.

Sacó un bizcocho de la cesta, le dio un bocado para coger fuerza y la tiró, dejando que los dulces se desparramaran por el suelo y animales sin opción a alimentarse se pegaran el festín. Después, cogió el móvil y le envió un mensaje al lobo feroz.

«Te espero en la cabaña en diez minutos».

No se hizo esperar. Lobo estuvo allí antes de que Caperucita abriera la puerta de la cabaña. La observó desde la cama. Se había quitado el nudo que ataba su capa, como siempre, para dejarse ver. Le encantaba así, libre y provocadora, segura de sí misma. En ese momento, mirándolo fijamente con sus hipnotizantes ojos de color azul, se desprendió de ella y se quedó en ropa interior. El cuerpo de Lobo, a pesar de ser grande y entrenado, tembló. Qué hombre, animal o bestia habría salido indemne del impacto visual de semejante mujer en medias, con ese hilo de tela tapado por su trasero prieto, lleno y respingón y, como colofón, el corsé de encaje blanco que aumentaba sus deliciosos pechos. Ninguno, estaba seguro.

Más dura se le puso cuando la mujer sacó la daga, la mostró a contraluz para que brillara, y, tras lamerla, la dejó en la misma silla donde había puesto su caperuza.

Era fuerte y decidida, lo supo la primera vez que la observó tras los árboles, caminando alegremente hacia la casa de su abuela. Eso lo ponía cardíaco.

La contempló con ardor. Con los ojos grandes y fieros bien atentos para no perder detalle. Con la boca entreabierta, deseando morderla, y la lengua asomada débilmente, ansiando lamer cada parte de su cuerpo, cada centímetro de su piel blanquecina y suave.

—¿Y tu abuela? —le preguntó, recolocándose el paquete duro e impaciente por enterrarse en su delicioso y cálido interior.

—En su cabaña. Iré a verla cuando termine aquí.

—¿Y los dulces?

Caperucita se encogió de hombros.

—En el bosque.

—¿Y qué le dirás a la abuela?

—Ya me inventaré algo.

Lobo sonrió.

—Eres mala —le dijo pícaro mientras hacía un gesto con la mano para que la muchacha rubia se acercara—. Me encanta que lo seas.

A pocos metros, un leñador trabajaba de manera incansable. Sudoroso, impactaba su hacha una y otra vez sobre el recio tronco, buscando la madera deseada. Entonces escuchó unos gritos y cesó en su empeño, alzándose y concentrando toda su atención en el ruido. El sonido provenía de la cabaña más cercana, a unos diez metros de distancia.

Sostuvo el hacha con fuerza y la otra mano la llevó a la parte posterior de la cinturilla de su pantalón, donde guardaba una pistola que a veces había tenido que usar en caso de emergencia. Y no tanta.

Caminó sigiloso, pensando que muy grave debía ser lo que acontecía en aquella cabaña para que los gritos femeninos se escucharan a tanta distancia.

Maldito fuera. Seguro que se trataba de ese lobo otra vez. El que cazaba a muchachitas para comérselas. Tenía fama, sí, y él estaba al acecho de aquella bestia desde hacía mucho tiempo. Se relamió. Si era el causante del alboroto, acabaría con él sin dudarlo.

Al llegar a su altura, abrió la puerta de madera de una sola patada y apuntó con el arma sin soltar el hacha. Pero toda su fuerza menguó al encontrar la escena que tenía delante.

Sí, era Lobo, y sí, estaba con una muchacha. Una mujer, más bien. Pero el suceso no era el que había reproducido en su cabeza. La bestia masculina estaba tumbada en la cama, sobre la horrenda colcha de cuadros rojos y verdes, y Caperucita, pues había reconocido a aquella rubia de melena interminable, galopaba encima de él, ensartada en un miembro extremadamente grande y muy duro contra el que un ser humano no podría competir jamás. Ella, a pesar de su cuerpo mucho más menudo, se balanceaba gustosa y con velocidad, gimiendo fuerte, diciendo obscenidades que jamás había escuchado de la linda boca de una señorita.

—Lo… lo siento —titubeó el leñador—. He escuchado gritos y creía…

—No lo sienta —comentó Caperucita viendo el bulto que se marcaba el pantalón vaquero de aquel apuesto leñador, grande y varonil—. Me alegra que haya llegado. Si no tiene mucho trabajo que atender, puede unirse un ratito a nosotros.

El hombre soltó sus armas, en todos los sentidos, cerró la puerta de un puntapié y se acercó al filo de la cama. Miró a Lobo, que seguía follándosela sin parar, entrando y saliendo de ella como un loco, y vio en sus ojos el consentimiento de lo que pasaría a continuación. Ella, sin detenerse en ningún momento, abrió la cremallera del hombre con sus manitas delicadas y sacó el gran miembro que fue directo a su boca. Lo lamió, jugó y succionó con gusto y disfrute hasta provocar que el leñador temiera perder el sentido y casi llegara al final, cosa que la mujer no permitió, pues había disfrutado de él muy poco tiempo y sería una verdadera pena dejar pasar la oportunidad así como así.

Se metió dos dedos en la boca, sensual, los empapó y los llevó hasta el agujerito de su trasero, el cual lubricó y estimuló a conciencia, para que el leñador se posicionara detrás, la penetrara y los tres cuerpos comenzaran a danzar.

Sudaron juntos.

Gimieron juntos.

Disfrutaron siendo tres, bailando al son que todos y ninguno marcaban.

Ella los besó, primero a uno y después al otro, y les confesó cuánto la estaban haciendo disfrutar, haciendo que ambos se enorgullecieran de aquello que había conseguido por méritos propios, sin asustarla, sin obligarla.

Pero todo lo bueno se acaba, y el momento se acabó. No podía ser de otra manera si la muchacha, viciosa y astuta, se movía de esa manera tan exquisita, tan rica.

Lobo y leñador salieron de ella, la colocaron de rodillas y se derramaron sobre su precioso cuerpo, entre gruñidos masculinos y guturales. Caperucita, conociendo la enemistad de ambos, los miró con argucia y sonrió, dispuesta a más. A firmar una tregua entre hombres; esa que solo se consigue cuando una mujer sujeta ambas pollas con convicción y se las mete en la boca, primero una, luego la otra y, al final, las dos. Uniéndolas. Rozándolas. No hubo réplica por parte de ninguno; ni del hombre ni de la bestia, cosa que aquel rostro blanco, bonito y de porcelana disfrutó al máximo.

Una vez se hubo levantado y dispuesta a marcharse, miró a su alrededor: las armas del leñador estaban sobre la mesa y Lobo tendría las garras guardadas. No estaba alerta, lo sabía porque era al menos su quinto encuentro y el animal había bajado la guardia después del segundo. Además, se fiaba de ella. ¿Qué daño podría hacerle la delicada muñeca de porcelana, la niña de mamá, la vecinita de bien que alegremente le llevaba la merienda a su abuela y la cuidaba con gusto cuando la anciana mujer enfermaba? Ninguno. No podía hacerle ninguno. O eso creía.

 Decidida, se hizo con su daga, esa que había estado sobre la silla y junto a su capa en todo momento, visible, y de un solo movimiento, en el mismo giro de su cuerpo, rajó el cuello del leñador, haciendo que cayera al suelo de una y entre borbotones de sangre imparables.

Cuando Lobo, que se recomponía el frondoso cabello de su cabeza, se percató de lo que ocurría, fue tarde. Sus ojos se abrieron más que nunca. Más que cuando miraban a escondidas a mujeres que caminaban tranquilamente por el bosque, con intención de asustarlas o él solo sabía que más. Lo hicieron por última vez, porque Caperucita había clavado la misma daga en el centro de su corazón, directa y certeramente.

Llevaban años asustando a los ciudadanos, tanto la bestia por serlo, como el leñador ocultándose bajo el personaje de salvador, de hombre bueno. Habían hecho atrocidades, comido cerditos, corderos, niños pequeños y niñas no tan chiquititas. Habían destruido familias y segado vidas. Cosa que nadie cambiaría, pero que tampoco se repetiría.

Caperucita limpió la daga en la horrenda colcha de cuadros verdes y rojos, la metió dentro de su liguero y se cubrió completamente con su capa roja mientras pensaba la excusa que le daría a su abuelita por haber llegado tarde y sin dulces.

Después cerró la puerta de la cabaña y sonrió al ver el líquido espeso que salía por debajo de esta, de un color colorín colorado.

Como este cuento, que se ha acabado.