Relato erótico: Toda tuya

Había sido fácil. Durante un tiempo, Jorge estuvo investigando por internet cómo abordar el tema con tacto y confianza, pero, por suerte para él, Gloria le era fiel a su nombre en todos los aspectos y entender la proposición de su marido le resultó sencillo a la vez que fascinante. Era atrevida, y experimentar le encantaba, tanto en su día a día como en el sexo.

Todo comenzó aquel sábado, tras la cena que Jorge preparaba cada año para sus trabajadores y a la que acudían las mujeres de estos. Era costumbre realizarla justo cuando el verano asomaba. Barbacoa, cervezas, piscina, y las anécdotas ridículas de alguno de aquellos clientes para los que trabajaban en el bufete de abogados.

Podría decirse que fue una noche más para cada uno de los asistentes, aunque la realidad es que un simple hecho cambió la vida de tres de ellos. Solo fue un momento, un instante, un pensamiento. Pero es que no se necesita nada más para cambiar tu rumbo.

Jorge observó la sonrisa de su mujer mientras charlaba animadamente con Carlos, uno de los trabajadores con los que más confianza tenía. Era su mano derecha. Un hombre entregado al trabajo que no tenía mujer ni hijos, por lo que la primera opción de traslados por negocios y a quien depositaba toda su confianza siempre era él.

En la conversación que mantenía con Gloria cerca de la barbacoa, a unos tres metros de su posición, no había nada fuera de lugar: sonrisas de ambos, intercambio de palabras, miradas casuales… Lo normal. Pero en la mente de Jorge apareció un pensamiento repentino, una imagen en la que su mujer contemplaba con más lascivia la boca de Carlos mientras hablaban. Imaginó que sus ojos verdes, fieros y provocativos lo incitaban a más mientras mantenían aquella charla casual. Después, unas sonrisas cómplices, secretas y provocadoras entre ambos.

Jorge volvió en sí, recordando dónde estaba. El estómago le hormigueaba y un escalofrío recorrió su columna vertebral. Aquello lo aturdió y tuvo que sujetar su vaso con fuerza, concentrando ahí el cúmulo de emociones sentidas. No entendía por qué había pensado eso. Jamás le había ocurrido. De hecho, en cualquier otro momento le habría molestado imaginar a su mujer seduciendo a un hombre que no fuera él. Llevaban doce años juntos y, nunca, que él supiera, habían existido terceras personas. Intentó recomponerse y evitar que los demás notaran el bulto que comenzaba a crecer en sus pantalones, pero era imposible. En su mente, Gloria seguía provocando a su compañero hasta que este terminaba follándosela de manera salvaje mientras él lo presenciaba todo.

Tuvo que darse un baño en la piscina para relajarse.

«Es el alcohol», se dijo.

Pero fuera fruto del alcohol o de esas fantasías que se esconden en lo más recóndito de nosotros, esa noche no le dio tiempo a cruzar el umbral de su habitación cuando ya estaba desnudando a su mujer. Desde que aquel pensamiento se hubiera cruzado por su cabeza, las horas habían pasado lentas. Nada a su alrededor pudo sacar la imagen que se había creado y que cada vez tomaba más fuerza en su interior. Quería descubrir por qué había pensado aquello y qué supondría darle una forma más real.

No hubo preliminares. Jorge la desnudó sin molestarse en quitarse una sola prenda él mismo, sacó la caja donde guardaban todo tipos de juguetes sexuales, colocó en el espejo un dildo gigante con ventosa y disfrutó más que nunca de ver a Gloria mamándolo con maestría mientras él la penetraba con fuerza. De pie, observaba aquel dildo oscuro entrar y salir de su mujer, abriéndose paso entre sus pliegues chorreantes, haciéndola gozar. Todo ese placer se transformaba dentro de la boca mágica de la pelirroja que empapaba su miembro y lo masturbaba con fiereza. No había placer más intenso que el de recibir su boca ansiosa mientras ella se corría. Gloria se convertía en un ser incontrolable, en una máquina sexual.

En un momento dado, y sabiendo que no aguantaría mucho más, Jorge intentó cambiar las tornas.

—Ahora yo te follaré y tú se la chuparás a él —exigió, y Gloria lo miró confusa, sin entender a qué se refería—. Imagina que esa polla es de otro. Imagina que es de Carlos.

La mujer se mantuvo estática en el lugar, mirándolo fijamente. Primero, con sorpresa y, segundos después, con cierta curiosidad de saber si hablaba en serio. Lo hacía. Lo supo en el brillo de sus ojos oscuros, en el vaivén del pecho ancho y masculino y en su boca entreabierta y jadeante. Lo supo en la erección desorbitada que acarició con parsimonia. Estaba dura y muy hinchada, como le gustaba. La empoderaba saber lo que conseguía excitar a su marido después de tanto tiempo.

Él sintió nervios por unos instantes. Estaba expectante ante la reacción de Gloria. No quería que la idea le produjera rechazo, porque sabía que aquello era el principio del cambio. Si aceptaba, abría la veda. Solo fueron segundos los que tardó la pelirroja en caminar a cuatro patas hasta darse la vuelta. Miró con mucha intensidad los ojos de Jorge a través del espejo y lentamente se introdujo el falo de plástico en la boca. Sensual, sugerente y provocativa. Quizá sabiendo lo que conseguía con su gesto, aunque todavía no era consciente de lo que su marido acababa de experimentar al imaginarse que aquel falo que chupaba era real, y no de juguete.

Jorge se excitó tanto que le dolió. Para calmar su dolor, embistió a su mujer y, sin necesidad de cerrar los ojos, vio a Carlos enfrente de ellos, recibiendo la boca de labios gruesos y golosos. Tardó segundos en correrse. Pero, para su sorpresa y la de Gloria, solo habían comenzado.

La noche fue larga y perversa.

Ahora estaban ahí. Era real.

Se sentía incluso más excitado de lo que había pensado semanas antes, cuando le confesó a su mujer que imaginarla con otro conseguía que su cuerpo entero se estremeciera. No sabía explicar por qué le sucedía, pues la sociedad lo había educado para que lo viera como una traición. No obstante, pensar que ocurriría lo ponía cardíaco, desbocado.

Carlos apareció en su campo de visión y él se convenció de que estaba bien disfrutar de la manera que uno quisiera siempre que no dañara a otros. Gloria quería. Carlos quería. Él lo ansiaba. ¿Por qué no?

El cristal gigante separaba ambos despachos, como cada día. Jorge estaba sentado delante de la mesa de su escritorio mientras se tomaba un whisky a sorbos lentos. Se trataba de mantener en el paladar cada momento de la noche, de saborearlo. Las luces del bufete estaban apagadas; todas excepto la del despacho de Carlos, convirtiendo su estancia en la única con iluminación. El ambiente era cálido y acogedor, pero, sobre todo, morboso. Jorge se veía en su despacho gracias al reflejo de la luz. No nítidamente, pero sí lo suficiente para que su mujer apreciara cada movimiento, gesto o mirada. Al otro lado, donde estaba Carlos —y en breve Gloria—, todo se veía a la perfección.

Los dos hombres se miraron. Uno, sentado y aparentemente tranquilo; el otro, de pie, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón del traje de chaqueta que aún ninguno de los dos se había quitado. Se daban su aceptación con los ojos. Quien los hubiera visto aquella misma mañana, trabajando codo con codo en el caos de cualquier viernes en el bufete, jamás pensaría que dos prestigiosos abogados de la ciudad fueran a vivir un momento tan intenso horas después.

En ese intercambio visual, apareció Gloria y a Jorge se le cortó la respiración. Entró en el despacho de Carlos y ambos hombres la miraron. Carlos sacó una mano del bolsillo y le indicó con lentitud que se acercara. Conforme las piernas interminables de la pelirroja avanzaban hacia él, la polla de Jorge crecía dolorosamente dentro del pantalón.

Su mujer se había ataviado completamente de color negro, con un conjunto de sujetador, tanga, liguero, medias y tacones. Esos que adoraba usar los fines de semana o cuando quería sorprenderlo. Ahora la sorpresa no era solo para él.

Era alta, no excesivamente delgada, y de pechos grandes que lo volvían loco. Ahora otro los probaría y él lo observaría todo. En su propia oficina, cómo había fantaseado durante días. Cómo les había propuesto a ambos.

Jorge cogió aire, se giró sobre la silla, pulsó el interfono que tenía sobre la mesa y marcó para que sonara en el despacho contiguo.

—Toda tuya —fue lo único que dijo, pero cuánto contenía aquella frase compuesta de dos simples palabras.

Carlos acarició el brazo de la pelirroja con una determinación que Jorge siempre había conocido en él para cualquier asunto que se le impusiese. Por eso fue el elegido, sabía que cumpliría sus expectativas porque nunca le había fallado. De un rápido movimiento, colocó el cuerpo de Gloria pegado al cristal y se posicionó detrás. Los ojos verdes de la mujer brillaron mirando a su marido y su boca se entreabrió, dejando el labial rojo marcado en el cristal.

Carlos metió su pierna entre las de la mujer y la obligó a abrirlas. Después, acarició sus glúteos y deslizó la mano hasta su coño. Se mojó los labios, excitado, y se acercó a su oído.

—Estás muy mojada —le dijo roncamente, y Gloria asintió despacio.

Aunque Jorge desde su posición no oía nada de lo que se hablaba al otro lado, imaginó lo que podían estar diciéndose. Ese hecho lo excitó aún más.

Carlos apartó el tanga sin quitárselo e introdujo su dedo corazón entre los pliegues húmedos y apretados de la mujer de su amigo. Chorreaba. Recogió toda la humedad que le fue posible y se la llevó a la boca mirando fijamente a los ojos de Jorge, quien se removió en la silla y tuvo que darle un sorbo a su whisky para bajar el nudo que se le había formado en la garganta.

Después, queriendo que probara su propio sabor, Carlos giró a la mujer, la miró durante unos segundos y la besó con ardor. Jorge vio desde su posición cómo se aferraban el uno al otro mientras se comían la boca, mezclaban lenguas y excitación. Su mujer se despojó rápidamente de la chaqueta de Carlos y le aflojó la corbata con urgencia. La conocía; quería piel. Quería desprenderse de toda prenda que se interpusiera entre su mano y el cuerpo masculino. Acariciarlo, besarlo, lamerlo. Una mujer de estímulos.

Como leyendo su pensamiento, desabrochó la camisa, se separó de los labios de su nuevo compañero y deslizó la boca por el cuello del hombre, el duro pecho, el abdomen… Una vez ahí, sus manos hábiles desabrocharon el pantalón y su ansia se vio cubierta al sacar la gran polla de Carlos.

—Oh, Gloria… —dijo con voz entrecortada, como si todavía no se creyera que estuviera allí, arrodillada delante de él.

Jorge seguía sentado, sin moverse. Nadie que no conociera el cambio del brillo de sus ojos deduciría que estaba viviendo el momento más excitante de toda su vida. Por una vez no se cuestionó el porqué de todo aquello, solo lo disfrutó. Y ver aquel miembro hinchado, duro y grande entre las manos pequeñas pero firmes de su mujer casi consiguió que se corriera en los pantalones sin tocarse.

Gloria no lo miró; estaba cegada con su nuevo juguete. De manera automática se arrodilló y posó sus labios sobre el glande, lo rodeó con su lengua varias veces y, al fin, se introdujo el gran falo en la boca, hasta el fondo y sin remilgos. Carlos sujetó su pelo mientras jadeaba con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Y Jorge… Jorge tuvo que dejar un instante la copa a un lado para liberar la dureza que lo oprimía. Cuando quiso darse cuenta, se masturbaba lentamente observando la escena que acontecía al otro lado. No lo hacía despacio por deleite, sino porque en cada descenso de su mano aumentaban las posibilidades de correrse y acabar con todo. Y lo último que quería era eso. Habría rogado una noche eterna, con el cosquilleo que lo recorría, con la ansiedad de su pecho desbocado, la adrenalina corriendo por su cuerpo…

Gloria apretó los labios sobre el manjar que tenía entre ellos y aceleró el ritmo, hacia adelante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Sin parar. Su compañero intensificó la presión en su cabeza. Cuando el movimiento fue frenético, Carlos la apartó y la levantó para pegarla al cristal.

Las miradas del marido y la mujer se encontraron. Estaban encendidas, candentes. Los labios rojos perfectamente delineados hacía un rato, ahora eran la vida imagen del gozo. Despintados y borrosos. Todo el color lo había dejado en la dureza que en ese mismo momento se abría paso entre su coño. Lo hizo despacio, llenándola. Ella gimió sin apartar los ojos de su marido.

Era perfecto. Siempre le había parecido el hombre más guapo y varonil del mundo, pero ahora se lo parecía aún más. Estaba sentado en la oscuridad, alumbrado solo por la luz del despacho donde ella se encontraba. Podía respirar su ansia y excitación desde el otro lado del cristal. Mientras, Carlos aceleraba las embestidas. Gloria apoyó ambas manos sobre el cristal, pegó la cara y siguió fija en su marido. Tenía ganas de que su hombre se levantara, entrara en el despacho y se la follara junto con Carlos. Pero eso no pasaría y, en realidad, todos querían llegar hasta el final como estaba pactado. Observó cómo se masturbaba con más fuerza mientras ella gemía, ahora sin control. Notó a su amante más duro, más frenético. Su orgasmo se aceleró de repente, solo con la imagen de ambos que tenía en la mente. Se corrió apoyada en el cristal, jadeando, sudada, sintiendo a Carlos entrar y salir. Sabía que todo estaba a punto de acabar; al menos la primera ronda. Sin pensarlo le hizo un gesto a Jorge para que se acercara al cristal. Quería que terminara ahí, sobre ella, aunque fuera desde el otro lado.

Jorge obedeció. Caminó hasta su mujer tocándose con lentitud. Conforme la distancia se acortaba, lo hacía con más fuerza.

Gloria escuchó a Carlos gemir con fuerza a la vez que apretaba su cintura y, con un gruñido ronco, salió de ella. Ambos hombres, sabiendo lo que quería, se derramaron a la vez sobre el cristal, cada uno desde su lado. Ella miraba embelesada cómo el placer líquido se deslizaba. Contempló a uno, después al otro, y bajo sus atentas miradas se agachó, sacó la lengua y comenzó a limpiarlo. Lo hizo con lentitud, recreándose en las respiraciones aceleradas de los dos y sabiendo cómo les ponía aquello. Lamió el de Carlos, pero en ningún momento apartó los ojos de su marido, dejándole claro que, en realidad, lo hacía con los dos.

Aquella vez fue la primera de muchas. Fue el cambio de rumbo que los llevó a la vida que siempre habían deseado. Nunca más se preguntaron por qué. Entendieron que la respuesta siempre incluía la palabra «libertad» y disfrutaron de ella con plenitud.