Relato erótico: Una despedida de soltera con fusta incluida

La fiesta de despedida llevaba descontrolada un buen rato. Hanna, desde una silla alejada considerablemente de las demás, observaba de reojo lo que ocurría; el gigoló se acercaba peligrosamente a toda aquella que estuviese animando, dando palmas o gritando a pleno pulmón. Su miembro recorría al son de la música los rostros de todas ellas y, al final, siempre terminaba en sus bocas, las que trabajaban lamiendo su prepucio sin importar nada más. La novia, esa misma chica que se casaba por amor, que supuestamente esperaba su gran día, estaba sentada —casi tumbada— en una silla con las piernas alzadas, sujetas de los tobillos por dos amigas más. La falda se había subido hasta su cintura y las bragas desaparecido mientras el gigoló se la follaba con furia. Hanna reparó en la actitud chulesca y poderosa del chico joven y reprimió una sonrisa. Víctor creía saber de sobra que todos los fluidos, las hormonas y el calor de aquella habitación eran única y exclusivamente producidos por él y la seguridad que mostraba al moverse entre tanta mujer. Y digo «creía», porque estaba totalmente equivocado. Había unas bragas húmedas y unos pezones erectos provocados por todo lo contrario; Hanna no se dejaba sorprender por aquel tipo de actitudes fingidas, sino que sacaba la verdadera personalidad de un plumazo. O de un varazo.

Siguió durante un buen rato con su papel de chica reprimida y asustadiza, pues sabía de sobra que no había cosa que excitara más a un hombre que el poder sobre una mujer, sobre todo si era en la cama. Y no se equivocaba. Víctor intentó concentrarse en su trabajo, pero, de manera inconsciente, sus ojos volvían una y otra vez a aquella mujer bonita que se mostraba avergonzada por lo que veía y hacían sus amigas.

Pensó que él, que era uno de los mejores en su trabajo, podría hacer desaparecer aquel pudor sin esfuerzo. Desocupó el interior de la novia y se acercó a Hanna con una sonrisa en la boca. Decidió ir despacio, no quería asustarla. Se movió sensual ante sus ojos castaños y asustadizos, descendió de manera lenta y se quedó unos segundos ahí, intentando captar una mirada que no se alzaba.

«Mírame», quiso ordenarle, no obstante, calló.

Posó su dedo sobre el mentón de aquella mujer y lo elevó para que sus ojos chocaran. Al hacerlo, sintió que su polla reventaba. Jamás había lidiado con una mirada tan oscura, tan perversa. Aturdido, tuvo que apartarse, no sin antes escucharla decir:

—A las tres en la veintidós.

El chico supo de sobra que se refería a su habitación y, también supo, a pesar del escalofrío que la mirada de aquella mujer le había producido, que estaría allí como un clavo.

Golpeó la puerta con decisión, aunque poco le duró la seguridad al percatarse de que nadie aparecía tras ella. Minutos después, la tímida mujer de la despedida abrió y lo invitó a pasar sin mediar palabra. El joven la escudriñó mientras se adentraba en una habitación pulcramente ordenada, sin más luz que un sencillo foquito anaranjado que se encontraba en una esquina, convirtiendo el lugar en algo más íntimo. La mujer era mayor que él, al menos quince años. Aquello no pudo más que excitarlo, pues le demostraría como un joven de veintipocos conseguía que se corriera como nunca.

Sin hablar, se acercó a ella de manera decidida, dispuesto a besarla, pero la mano de ella sobre su pecho lo detuvo de un firme empujón.

—Siéntate ahí —ordenó Hanna con determinación, señalando una silla pegada a una pared.

Víctor obedeció sin rechistar.

Hanna se contoneó mientras caminaba hacia la cama. De espaldas a él, bajó a través de su cuerpo el vestido rojo que había tenido durante toda la noche, hasta dejarlo caer en el suelo. Solo unos tacones altos, un liguero y un sujetador negro quedaron a la vista del joven. Nada de bragas sobre su sexo depilado y demasiado apetecible para estar tan lejos.

—¿Estás empalmado? —le preguntó aquella mujer. Él solo pudo asentir embobado—. Eso espero.

Víctor observó sin perder detalle cómo Hanna se inclinaba, dejándole una perfecta visión de su trasero, abría el cajón de la mesita, sacaba un par de guantes de cuero y se los colocaba despacio, de manera extremadamente sensual, comportándose como si él no estuviese allí. Tras ello, echó hacia atrás la colcha que cubría la cama y sacó de debajo de la almohada una fusta de cuero del mismo color que los guantes. La acarició de un extremo a otro y la llevó hasta su nariz, por donde la deslizó para capturar su aroma.

Víctor tembló. Lo hizo con una mezcla de morbo, desconcierto y, si no fuese tan valiente, diría que incluso miedo. Hanna fingió no percatarse de nada y caminó con el mismo contoneo de caderas hasta el armario, de donde sacó un sombrero negro que se colocó de forma inmediata y un pintalabios rojo con el que repasó sus definidos labios.

—¿Cómo te llamas? —interrogó el chico en un intento de conectar con la mujer y coger más confianza.

—Eso no es de tu incumbencia. —Se giró quedando frente a él con los ojos cubiertos por la sombra del sombrero—. Lo único que realmente te interesará al salir de aquí, es que el color de mis labios quede marcado sobre tu polla y que yo haya quedado lo suficientemente satisfecha.

Sus tacones sonaron mientras se acercaba al chico. Se detuvo cuando solo unos escasos centímetros los separaban, y no se agachó, quedando su abdomen desnudo a la altura de los ojos de él.

Sujetó la vara por los extremos y la colocó delante de la nariz del joven.

—Huele —volvió a ordenar.

Víctor inspiró el fuerte olor a cuero mientras ella la deslizaba de derecha a izquierda. Tras ello, se apartó, se sentó en la cama situada frente a él y, de manera muy lenta, abrió las piernas. Lo miró fijamente, sabiendo el poder que sus lascivos ojos tenían sobre los hombres y, sin perder el contacto visual en ningún momento, golpeó de manera directa su sexo. En la habitación solo resonó el chiflido de la fusta y el impacto sobre su coño mojado. Segundos después, la respiración alterada de Víctor acompañó al silencio.

Estaba frenético. Sentía cómo la sangre galopaba desbocada por sus venas, cómo su falo rogaba ser liberado del pantalón con urgencia… Necesitaba levantarse de la silla y tumbar sobre la cama a aquella tía que en un principio le había parecido tímida y aburrida, meterse dentro de ella y maltratarla a estocadas hasta que le suplicase compasión. Sin embargo, algo le advirtió que no debía moverse, una voz interna que quería protegerlo de aquella mujer, quizá.

Hanna repitió varias veces más la acción; Víctor creyó perder el sentido en el momento exacto en el que la fusta se introdujo de manera lenta en la vagina de la morena, y salió reproduciendo el sonido característico de una pequeña piedra golpeando con un río.

Eso parecía Hanna; un río desbocado que orientaba su cauce hacia los tobillos.

Él había visto muchos tipos de mujeres, había llegado a conocer el momento cumbre del placer de cada una de ellas, se había sorprendido alguna vez con los chorros que estas eran capaces de expulsar…, pero nunca había experimentado aquellas convulsiones involuntarias de su polla, al observar cómo una mujer se derramaba sobre sus propias piernas, empapando el liguero y los tacones con solo golpear su clítoris con una vara e introducirla una única vez en su interior.

—Quiero…

El joven intentó hablar, pero Hanna no lo permitió. Se colocó el dedo índice sobre los labios y no le hizo falta reproducir sonido alguno para que él mantuviera la boca cerrada.

La mujer se levantó con calma, se acercó a Víctor y se agachó para desabrocharle los pantalones y sacarle la polla. Estaba muy dura, mucho más de lo que había estado mientras se follaba a cualquiera de las chicas en la habitación donde se había celebrado la despedida de soltera. Era gruesa y venosa, como le gustaban a ella.

De nuevo acercó la fusta a la nariz del gigoló, que en aquel momento parecía pequeño, a pesar de su fibroso cuerpo.

—¿Huele a mí? —Inspiro aquel aroma a mujer y sexo. Era la primera vez que lo apreciaba tan intenso—. Aquí estamos para conseguir mi placer, tú ya has disfrutado suficiente fuera.

Víctor no protestó, estaba demasiado concentrado en intentar no correrse con el simple roce de los guantes de cuero que sacaban su miembro del pantalón.

—¿Sabes qué pensaba mientras te las follabas, las hacías correrse y te corrías tú? —Él negó—. Que todo ese cúmulo de fluidos y saliva serían míos ahora. Por eso he esperado pacientemente.

Hincó las rodillas en el suelo y se acercó a aquella palpitante polla. La olió con placer, cerrando los ojos incluso, se la metió en la boca y saboreó el prepucio con tanta calma que Víctor creyó desfallecer. Cuando ella la notó más dura, y a pocos segundos de derramarse, se apartó, se colocó encima del chico y se ensartó sintiendo una estocada de aquel impresionante falo.

—Ni se te ocurra correrte, ¿me oyes? —Víctor asintió, pero dudaba poder cumplir su palabra—. Has venido a mi habitación y no saldrás de aquí hasta que me des lo que me debes.

Subió y bajó sin parar sobre la longitud de aquel valiente que, ante una verdadera mujer, se había convertido en un cobarde.

—¿Qué te debo? —le preguntó jadeante, luchando por no explotar en cualquier momento.

Ella echó un vistazo a su derecha, buscando el número de la habitación y, al visualizarlo, respondió:

—Veintidós gemidos.

Relato incluido en el libro 22 Gemidos, de Noelia Medina